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21 ago 2025 | COLUMNA ESPECIALIZADA

Por qué la fama de marca ahora exige fricción, no sólo visibilidad

Logan debate sobre las herramientas de viralización de la época: el cringe y la indignación. Afirma que las marcas deberían buscar generar contenido que produzca conversaciones y que haga que la gente reaccione, no simplemente consensuar con su audiencia.

RG Logan
chief strategy officer en Grey New York

En 2014, durante una pausa comercial en los Oscar, Ellen DeGeneres se sacó una selfie. Algunos amigos famosos se inclinaron hacia la cámara. El tuit colapsó los servidores de Twitter y se convirtió en una de las publicaciones más retuiteadas de la historia.

Fue una obra maestra de saturación de celebridad y colocación de producto; un Voltron de la fama. En aquel entonces (¡qué inocentes éramos!), la exposición aún se sentía como poder.

Hoy, sin embargo, estamos tan sobrealimentados de celebridades que, incluso si se metiera en una sola imagen a las estrellas de Succession, Euphoria y The Bear, se sentiría menos como un espectáculo y más como ruido de fondo.

Ahora, la fama no se trata de ser visto. Se trata de provocar una reacción.

En la economía cultural actual, no hay fama sin fricción.

La exposición todavía importa, pero es barata. Se puede comprar o impulsar (véase: el ascenso de los Clippers). Y cuando una persona promedio se desplaza en una tarde por más rostros de los que un aldeano del siglo XVII veía en toda su vida, la visibilidad ya no cuenta como antes.

Todos transmiten. Y en un flujo de contenido que se extiende hacia el infinito, lo que permanece no es lo pulido. Es lo que genera discusión.

Una de las primeras esculturas de Banksy fue un televisor con la frase: “En el futuro, todos serán anónimos por 15 minutos”. El chiste funciona porque es cierto: hemos democratizado la visibilidad hasta tal grado que destruimos su significado. Puede volverse viral a las 10 de la mañana y ser olvidado a la hora del almuerzo.

Mi encuentro personal con la viralidad ocurrió en el verano de 2012 en Twitter, cuando escribí: “Uno no sabe lo que es la presión hasta que es el único asiático en una boda y empieza a sonar Gangnam Style”. Fue retuiteado cientos de veces, visto por cientos de miles de personas, y olvidado con la misma rapidez. Aparentemente toqué un nervio.

El algoritmo tiene hambre, pero no de contenido, si no de reacción.

Hoy existen dos combustibles dominantes para la combustión cultural: indignación y cringe (vergüenza ajena). La indignación es tribal. Exige un juicio moral inmediato. Crea identidad obligándole a declarar qué apoya y qué rechaza. La indignación da a las personas algo que hacer: compartir, citar, debatir, provocar, comentar. Es ese anuncio de jeans del que no hablaremos aquí.

El cringe es más escurridizo. Habita el espacio entre lo sincero y lo absurdo. Lo incomoda. Lo hace reír, o encogerse, o ambas cosas. Es un influencer llorando a mitad de una disculpa, una marioneta de una marca haciendo thirst trap (un video sugerente) en TikTok, Dunkin’ sexualizando un pastel de Halloween o lo que sea que esté haciendo Nutter Butter.

El cringe, cuando se ejecuta bien, es oro memético. Mal hecho, sigue siendo memorable. Y ese es el punto. Juntas, la indignación y el cringe se han convertido en la nueva gramática de la fama. No son accidentes. Cada vez más, son herramientas estratégicas deliberadas: utilizadas por creadores, comediantes, activistas y, sí, marcas.

Es difícil hablar de marketing del cringe sin mencionar a Duolingo, un héroe improbable que mostró lo que sucede cuando una marca está dispuesta a perder sus inhibiciones y comprometerse con el chiste. Recuerdo mostrarle a mi esposa (usuaria fiel de Duolingo) un meme certificado “dank” de Duo y su reacción inexpresiva: “¿Qué tiene esto que ver con aprender español?” Algunos estaban confundidos, otros horrorizados. Pero la gente hablaba.

O, por ejemplo Barbie, la película: un delirio maximalista que ofreció comentario feminista y nostalgia de marca en una bandeja brillante. Fue la película más taquillera del año, no sólo porque fuera buena, sino porque se debatió. ¿Era empoderadora? ¿Era infantilizante? Los artículos de opinión se escribieron solos. Y para cuando alguien llegaba a una conclusión, ya no importaba. El momento ya se había viralizado.

Estas cosas no “irrumpieron” a pesar de ser polarizantes, sino por serlo.

Claro que esto no es del todo nuevo. Madonna lo hizo. Warhol lo hizo. Jerry Garcia dijo alguna vez sobre los Grateful Dead: “Somos como el regaliz. No a todos les gusta el regaliz. Pero a quienes les gusta, les gusta mucho”.

Pero ellos operaban en una era de guardianes como editores de revistas, programadores de radio y curadores de videos musicales. Se podía ser provocador, pero sólo dentro de un corredor estrecho de distribución. Hoy no hay guardianes. Solo amplificadores. Los algoritmos reemplazaron a los editores. La reacción reemplazó a la reputación. Y el mejor contenido ya no se consume, sino que se interpreta, se provoca, se debate y se discute por dos o más personas hablando a través de micrófonos Shure.

Y, sin embargo, muchas marcas todavía quieren la versión antigua de la fama. Quieren visibilidad sin riesgo. Capacidad de conversación sin ser realmente comentadas. Están incentivadas —por accionistas, por directores de marketing, por manuales de marca— a ser seguras. Inofensivas. Agradables. Aguadas para lograr atractivo masivo.

Quieren consenso, pero el consenso no marca tendencia. El consenso es invisible. La ironía es cruel: mientras más intenta una marca gustarle a todos, más termina sin llegar a nadie. El centro, antes el lugar más seguro para construir una marca, se ha convertido en la zona muerta de la cultura moderna. Es donde las ideas van a ser ignoradas.

Esto no significa que las marcas deban perseguir la controversia por sí misma. La fama sin saber lo que su marca realmente cree es peligrosa y hueca. Pero sí significa que debemos cambiar la pregunta de “¿A la gente le gustará esto?” por “¿A la gente le importará lo suficiente para reaccionar?”.

Significa comprender que ser malinterpretado no es un peligro, sino un costo de entrada. Como escribió Jorge Luis Borges: “La fama es una forma —quizá la peor forma— de incomprensión”. Para ser famoso hoy, debe estar dispuesto a ser interpretado. A ser discutido. A ser reformulado por internet de una manera que no puede controlar por completo.

Y la fama no es el premio. Es el acelerante, un medio para crecer. La otra noche, en mi ritual nocturno de consumir “Cheetos mentales” (es decir, scrollear por TikTok), me encontré con un vendedor de TikTok Shop llamado Magic John (@magicjohn.official). Estaba promocionando protectores de pantalla para teléfonos —esencialmente material de tienda de teléfonos— pero lo hacía de una manera que me dejó hipnotizado. Su video más visto tiene 73 millones de visualizaciones. Para comparar, la famosa selfie de Ellen —la que “rompió internet”— fue vista por 37 millones de personas en todo el mundo.

Pero no se trata sólo de vistas; son los más de 18.000 comentarios, muchos de ellos escépticos, debatiendo si su producto realmente podía resistir un taladro. Ese fue el mayor truco de Magic John: dio a la gente algo a lo que reaccionar. Vendía controversia, no sólo protectores de pantalla.

El reto para las marcas es el coraje. El coraje de entrar en la turbulencia. De decir algo específico. De provocar emoción. De cambiar control por conexión. La cultura lo juzgará de cualquier forma, así que mejor juegue con intención.