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21 mar 2017 | CORREO DE LECTORES

Antonio Lucio se despide de un amigo, El Buda Puertorriqueño

Ayer por la tarde, el CMO global de HP hizo llegar a esta redacción un texto sentido, escrito con la honestidad de quien respeta sus sentimientos. La nota llegó acompañada por un email que, como justificación, Marketers by Adlatina decidió publicar como introducción, ya que explica por sí solo por qué Lucio desea compartir sus palabras con la comunidad del marketing latino.

“A veces me pasa con mi gremio que nos gusta celebrar el trabajo
y nos olvidamos de que somos personas de carne y hueso.
Los que hemos vivido una vida larga y con relativo éxito entendemos
que la vida es una trenza de experiencias, unas hermosas y otras dolorosas.
Es un privilegio vivirlas todas.
Eso demuestra que estamos verdaderamente vivos.
Con los años he aprendido a no esconderme detrás de la carrera,
a ser honesto con mis sentimientos,
a compartir las buenas y las malas con los que trabajo.
Eso es también liderato.
Se encuentra una fuerza muy profunda en la vulnerabilidad.
Que mi gente y mi familia me vean navegar crisis y tristezas
es casi tan importante como que me vean cuando tengo el viento en la espalda.
Los tropiezos y errores en la vida me han demostrado que la integridad
es lo que nos define en las buenas, pero aun más en las no tan buenas”.


EL BUDA PUERTORRIQUEÑO

No ando buscando ni su fantasma, ni su espíritu, ni siquiera  su recuerdo. Lo ando buscando a él, al amigo que se fue. No como imagen que se extiende en la memoria, sino como ente vivo. Quiero verlo, hablar con él, abrazarlo y pegarle una palmada fuerte en la espalda, con la torpeza estúpida con la que los hombres nos demostramos que nos queremos. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos contamos las vidas.

Se dice que la amistad es más intensa en la adolescencia. Es época de sueños cinematográficos e inseguridades inmensas. Por primera vez cuestionamos el mundo de los adultos: dejamos de creer por fe y exigimos explicaciones por todo. Desmontamos a nuestros padres del pedestal de las deidades y los comenzamos a ver humanos, con virtudes y defectos. El faro que en su momento fueron sigue brillando, pero de vez en cuando la niebla no nos permite ver tierra. Muchas veces nos sentimos perdidos y pensamos que nadie nos entiende.

En esta época definimos lo que es la amistad verdadera. Aliviamos la carga del torrente de sentimientos encontrados que sentimos con los amigos que caminan por nuestra misma senda. Con ellos compartimos la hermosa y dolorosa lista de primeras experiencias que vivimos: la primera ilusión, el primer beso, el primer enamoramiento, el primer amor y el primer desencanto. Ensayamos con ellos a ser adultos. Dagoberto Piñol Flores, alias “El Dago”, fue mi mejor amigo en la adolescencia. Muriórepentinamente el viernes 10 de marzo de 2017.

Me enteré por Facebook. Andaba navegando fotos con el pulgar y paré para darle like a una foto de Dago frente a una bandera de Puerto Rico. Tenía la sonrisa de siempre y esa maravillosa mezcla de picardía y bondad en la mirada que lo caracterizó. Luego vi un video que me mató de risa, donde payaseaba con la cámara, como  lo hizo siempre. Habrán pasado los años y nuestros cuerpos no son lo que fueron en la adolescencia, pero era claro que el alma y el espíritu de Dago estaban intactos a pesar del tiempo, la distancia y toda una vida de experiencias. Me costó trabajo entender que aquellas fotos y aquellos videos eran homenajes que habían puesto su familia y sus estudiantes ante su muerte. Mi corazón se quebró en mil pedazos.

Nuestra amistad fue una amistad callada. Vivimos mucho juntos y nos lo contamos todo con pocas palabras y escasos detalles. A veces, el simplemente estar juntos en silencio era suficiente para entendernos. Corríamos largas distancias hasta el Viejo San Juan; a veces, conversando; otras veces, sólo escuchando el sonido de nuestros pasos, con la respiración sincronizada y el olor a mar impregnado en el pecho. Nos conocíamos lo bueno, lo malo, lo imperdonable y lo extraordinario. Nos vimos caer mil veces. Nos vimos perder el rumbo y aun así seguimos corriendo juntos.

Vivíamos obsesionados con cambiar el mundo, con dejar huella. No teníamos idea de cómo ni de cuándo. A ambos nos tomó tiempo y varios tropiezos encontrar nuestro destino. Víctor Frankl decía que es tan importante saber lo que uno quiere de la vida como entender lo que la vida quiere de uno. La vida nos muestra lo que quiere de nosotros con las puertas que se abren y aquellas que se cierran.  Mis puertas me llevaron a viajar por el mundo y encontrar taller en el marketing. Las suyas lo llevaron a New Jersey, donde se convertiría en un gran maestro y entrenador de escuelas superiores.

Nos separamos despacio y casi sin saberlo. Una llamada menos. Una visita menos. Una mañana lo llamo sin falta y no llamarlo. La vida nos ocupó y nos llenó de hijos y responsabilidades. Un día abrí los ojos y habían pasado veinte años. Luego de mucho tiempo, Facebook nos conectó. Hablamos una que otra vez, pero no con la frecuencia requerida. Planeamos vernos varias veces y nunca se materializó. No lo volví a ver y la semana pasada se fue.

Me pesa tanto el no haberlo visto. Me hubiera gustado decirle que estoy orgulloso de lo que fue y de lo que llegó a ser. Que admiro su manera íntegra de vivir y el impacto que tuvo en su familia y en todos los estudiantes que tuvieron el privilegio de tenerlo como maestro. Me hubiera gustado decirle que me emocioné cuando supe que lo llamaban “El Buda Puertorriqueño”, por lo sabio y por el orgullo que sentía por sus raíces. Dago cambió el mundo y dejó huella en todos aquellos a los que tocó. Me hubiera gustado decirle que lo quise mucho, que fue muy importante en mi vida. Que me gustaría tener las rodillas para volver a correr con él y volver a ver su sonrisa. Me hubiera gustado decirle que a pesar de los grandes amigos que la vida me regaló nunca habrá uno como él, que es irremplazable. Dago fue mi primer gran amigo.

Las muertes tienen la capacidad de unir a gente que no se conecta desde hace mucho. Con la de Dago, entré en contacto con el que fue nuestro entrenador de volibol en la escuela superior; Carlos me escribió: “Dagoberto no se ha ido. Le tengo el brazo echado y estoy hablando con él en el colegio y en mi memoria”.

“Dago, el Buda Puertorriqueño” no morirá. Estará vivo en mi memoria y en la de todos los que tocó. Hasta siempre.


Escrito por Antonio Lucio
Clase 1977 APS